Comienza
así:
un leve
sacudón,
un
desasosiego pequeño y pasajero,
una
angustia minúscula.
Otro día se
suman las palpitaciones,
el sudor,
la
imposibilidad de sostener
el ritmo
natural de la respiración.
Sobreviene
una certeza
inminente
de la
muerte.
Todavía se
puede controlar.
Un abrazo,
una palabra
justa
rompen el
maleficio
y te
permiten
volver una
y otra vez
a la
rutina.
No
obstante, puede suceder
que un
acontecimiento altere
la
concatenación esperable de los hechos.
Alguien que
tiene las palabras como dardos,
un gesto o
un silencio
ponen de
manifiesto
la
hostilidad del mundo.
No cabe
posibilidad
alguna
de
ignorarlo
porque este
estado
exacerba la
sensibilidad,
dispara
un análisis
FODA
que sólo
atiende a la suma
de todos
tus defectos y debilidades.
Entonces
llega el llanto.
El llanto.
Patético,
ridículo
incontenible.
La
autoflagelación
y la
autocompasión,
su
contraparte.
Uno a uno
se suman los detalles
que hacen
de tu historia
una bolsa
de mierda.
Mierda
es todo lo
que ves
y todo lo
que olés
y ahí, en
ese punto
sólo podés
pensar
en que se te
haga mierda la cabeza
que
explote, de una vez
pero que
explote sola
porque no
tenés fuerzas
ni para
levantarte de la cama.
Ahí, en ese
punto
llegás a
tener miedo de vos misma
y te
empezás a debatir
entre la
autosupresión
y la
terapia.
Te acordás
de esos
días hermosos
en los que
te maravillaba
el simple
hecho de que existiera algo
y decidís
que lo mejor, ahora
tiene que
ser empezar
por ir
tapando el síntoma;
más
adelante
verás cómo
se sigue.