En el patio
de mi casa
había un
laurel
enorme.
Medía más
de siete metros.
Yo lo veía
desde mi
escritorio.
Al principio
no me
molestaba.
Me parecía
interesante, de hecho
y hasta
temía
cómo pudiera
perjudicar la vista
la ausencia
de tan
denso follaje.
En el
verano
quisimos
plantar césped
de verdad
lo intentamos
pero la
sombra del laurel
impidió que
el rizoma se expandiera.
Un mechón
de verde por aquí, otro por allá
no eran
suficiente
para mis
sumamente
delicados
criterios
estéticos.
Hace poco
sacamos el laurel
desde la
raíz.
Ahora veo
el cielo. Es hermoso.
Sólo me resta
ocuparme
de arrancar
los pequeños
laurelitos
que insisten
en seguir brotando.
La única
vista
desde mi
escritorio
es el almendro
de la vieja
de al lado,
que empieza
a deleitarme con sus flores.
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